PARA ACABAR CON EL PSICOANÁLISIS DE WOODY ALLEN
9/06/2008
Para acabar con el psicoanálisis
Conversaciones con Helmholtz
A continuación presentamos fragmentos de conversaciones ex¬traídas de un libro de próxima publicación: Conversaciones con Helmholtz.
El doctor Helmholtz, que ahora tiene casi noventa años de edad, fue contemporáneo de Freud, un pionero del psicoanálisis y el fundador de la escuela de psicología que lleva su nombre. Quizá su mayor fama se deba a sus investigaciones sobre el comporta¬miento humano en las que probó que la muerte es una característica congénita.
Helmholtz vive en una residencia de campo en Lausanne, Suiza, con su criado, Hrolf, y su perro danés, Rholf. Pasa la mayor parte del tiempo escribiendo; en este momento, está revisando su auto¬biografía con el propósito de incluirse en la misma. Estas «con¬versaciones» fueron mantenidas durante un período de varios meses entre Helmholtz y su estudiante y discípulo, Fears Hoffnung, a quien Helmholtz detesta en grado sumo, pero a quien tolera porque siempre le lleva turrones. Estas conversaciones abarcan varios temas que van desde la psicopatología a la religión, de la que Helmholtz no parece haber podido aún obtener una tarjeta de crédito. «El Maestro», como lo flama Hoffnung, emerge de estas páginas como un ser humano acogedor y perceptivo que sostiene que prescindiría muy a gusto de todos los logros de su vida si sólo pudiera sacarse de encima la erupción cutánea que padece.
* * *
1° de abril: Llegué a la casa de Helmholtz a las once en punto, y la criada me comunicó que el doctor estaba en su dormitorio horadando. En el estado febril en que me encontraba, creí que la criada había dicho que el doctor estaba en su habitación orando. Pero pronto todo se confirmó, y Helmholtz estaba horadando frutos secos. Tenía grandes puñados de frutos secos en cada mano y los apilaba al azar. Cuando le pregunté qué estaba haciendo, me dijo:
—¡Ajj... si todo el mundo horadara frutos secos!
La respuesta me sorprendió, pero pensé que era mejor no insistir. Cuando se acomodó en su sillón de cuero, le pregunté sobre el período heroico del psicoanálisis.
—Cuando conocí a Freud por primera vez, yo ya estaba dedicado al estudio de mis propias teorías. Freud estaba en una panadería. Quiero decir que intentaba comprar schnekens, pero no podía. Freud, como usted sabe, no podía pronunciar la palabra schneken porque le producía una tremenda vergüenza. «Quisiera unos pas¬teles, de esos», decía señalándolos. El panadero respondía: «¿Quiere decir estos schnekens, Herr Professor?». Cuando eso sucedía, Freud se ponía colorado y se alejaba murmurando: «Hem, no... nada, no tiene importancia». Compré los pasteles sin el menor esfuerzo y se los llevé como regalo a Freud. Nos hicimos buenos amigos. Desde entonces, he pensado que cierta gente se avergüenza de decir ciertas palabras. ¿Hay alguna palabra que le avergüence a usted?
Le expliqué al doctor Helmholtz que no podía decir «langos-tomate» (un tomate relleno de langosta) en un restaurante donde este plato era la especialidad. Helmholtz encontró que esa palabra era lo suficientemente imbécil como para romperle la cara al hombre que la había inventado.
La conversación volvió a Freud, quien parece dominar todos los pensamientos de Helmholtz, aunque los dos hombres se detestaran mutuamente después de una grave discusión sobre el perejil.
—Recuerdo un caso de Freud. Edma S., parálisis histérica de la nariz. Incapaz de imitar a un conejo cuando sus amigos se lo pedían, esto le causaba una gran ansiedad cuando estaba con sus amigos que, a menudo, tenían un comportamiento cruel: «Vamos, Liebchen, enséñanos lo bien que imitas a un conejo». Acto seguido movían las aletas de su nariz con toda libertad y se divertían a costa de ella.
»Freud la llevó a su consultorio para una serie de sesiones de análisis, pero algo funcionó mal, porque, en vez de atraer su atención sobre él, Freud, atrajo su atención sobre el perchero, un inmenso mueble de madera al otro lado de la habitación. Freud se sintió presa del pánico, porque en aquel tiempo al psicoanálisis se le miraba aún con cierto escepticismo; el día en que la muchacha se fue de crucero en compañía del perchero, Freud juró que jamás volvería a practicar su profesión. La verdad es que, durante un tiempo, consideró seriamente la idea de hacerse acróbata de circo hasta que Ferenczi le convenció de que jamás aprendería a hacer el triple salto mortal con soltura.
Me di cuenta de que a Helmholtz le había entrado sueño porque se había deslizado de la silla y estaba en el suelo debajo de la mesa, completamente dormido. Sin querer aprovecharme de su genero¬sidad, me fui de puntillas.
5 de abril: al llegar, encontré a Helmholtz practicando con su violín. (Es un maravilloso violinista aficionado, aunque no puede leer un pentagrama y sólo puede tocar una nota.) Una vez más, Helmholtz evocó algunos problemas de los comienzos del psico¬análisis.
—Todo el mundo quería quedar bien con Freud. Rank sentía celos de Jones. Jones envidiaba a Brill. Brill se sentía tan molesto por la presencia de Adler que le escondió el sombrero color ratón. En cierta ocasión, Freud tenía unos caramelos de miel en el bolsillo y ofreció algunos a Jung. Rank se enfureció. Se me quejó de que Freud favorecía a Jung. Especialmente en la distribución de los caramelos. Yo lo ignoré, porque no sentía especial simpatía por Rank ya que hacía poco tiempo se había referido a mi monografía, De la euforia en los gasterópodos, como «el cénit del razonamiento mongoloide».
»Años más tarde, Rank mencionó el incidente mientras paseá¬bamos en coche por los Alpes. Le recordé la idiotez de su com¬portamiento en aquel tiempo y él admitió que había actuado bajo el efecto de una gran depresión debido a que su nombre, Otto, se escribía del mismo modo para adelante que para atrás.
Helmholtz me invitó a cenar. Nos sentamos a la gran mesa de roble que, según él, había sido un regalo de Greta Garbo, aunque ella niega haber conocido ni a la mesa ni a Helmholtz. Una típica cena de Helmholtz consistía en una pasa de uva grande, generosas porciones de grasa de cerdo y una lata individual de salmón. Después de la cena, sirvieron hierbabuena, y Helmholtz sacó su colección de mariposas lacadas que le provocaron cierto nerviosismo cuando se negaron a volar.
Más tarde, en la sala, Helmholtz y yo nos relajamos fumando puros. (Helmholtz olvidó encender su puro, pero aspiraba con tanta fuerza que el puro disminuyó igual.) Conversamos sobre algunos de los casos más celebrados del Maestro.
—Tuve a un tal Joachim B. Un hombre de unos cuarenta años que no podía entrar en una habitación donde hubiera un violoncello. Lo más grave era que, una vez en el interior de una habitación con el violoncello, no podía retirarse a menos que se lo pidiera un Rothschild. Además, Joachim B. tartamudeaba. Pero no cuando hablaba. Sólo cuando escribía. Si por ejemplo escribía la palabra «por», en la carta aparecía «p-p-p-p-por». Se le hacían muchas bromas con respecto a este defecto, y una vez intentó suicidar¬se por asfixia con una crepé. Lo curé con hipnosis y le fue posible llevar una vida normal, saludable, aunque, años más tarde, le entraron ciertas fantasías: por ejemplo, la de encontrarse con un caballo que le aconsejaba estudiar arquitectura.
Helmholtz habló del famoso violador V., quien, en cierta época, aterrorizó a todo Londres:
—Un caso muy extraño de perversión. Tenía regularmente una visión sexual en la que era humillado por un grupo de antropólogos que le obligaban a caminar con las piernas arqueadas, lo que, según confesión, le producía un intenso placer sexual. Recordaba que, cuando niño, había sorprendido al ama de llaves de sus padres, una mujer de dudosa moral, besando un ramo de berros, lo cual le pareció erótico. Cuando era adolescente, fue castigado por haberle barnizado la cabeza a su hermano, aunque su padre, pintor de oficio, se enfadó aún más por el hecho de que no le hubiera pasado una segunda mano.
»V. atacó a su primera mujer cuando tenía dieciocho años y, a continuación, violó a media docena a la semana durante años. Lo más que pude hacer por él fue sustituir sus tendencias agresivas por un hábito; a partir de entonces, cuando encontraba por casua¬lidad a una mujer desprevenida, en vez de atacarla, sacaba de su chaqueta un inmenso pez y se lo mostraba. Si bien esta visión causaba en algunas cierta consternación, las mujeres no eran objeto de ninguna violencia y algunas confesaron que sus vidas habían sido inmensamente enriquecidas por la experiencia.
12 de abril: hoy, Helmholtz no se encontraba muy bien. El día anterior se había perdido en un prado y había resbalado sobre unas peras maduras. Debía guardar cama, pero se incorporó cuando entré y hasta se rió cuando le conté que tenía un grano mal colocado.
Discutimos sobre su teoría de la psicología invertida, algo que se le ocurrió poco tiempo después del fallecimiento de Freud. (El fallecimiento de Freud, según Ernest Jones, fue el incidente que causó la ruptura definitiva entre Helmholtz y Freud; prueba de ello es que en muy contadas ocasiones volvieron a dirigirse la pa¬labra.)
En esa época, Helmholtz había llevado a cabo un experimento que consistía en agitar una campanilla y, en el acto, un equipo de ratones blancos escoltaba a la señora Helmholtz hasta la puerta y la acompañaba hasta la acera. Realizó varios experimentos sobre el comportamiento, y sólo los abandonó cuando un perro, entrenado para salivar en cuanto recibía una señal, se negó a dejarlo entrar en su casa. A Helmholtz se le debe también la ya clásica mono¬grafía sobre la Risa histérica del caribú.
—Así es, fundé la Escuela de Psicología Invertida. De forma bastante casual, en realidad. Mi mujer y yo estábamos cómodamente en la cama cuando, de improviso, sentí deseos de beber agua. Demasiado perezoso para levantarme, pedí a la señora Helmholtz que me la trajera. Se negó aduciendo que estaba exhausta por haber recogido garbanzos. Discutimos acerca de quién tenía que ir a buscar el agua. Finalmente, dije: «En realidad, no quiero un vaso de agua. En realidad, un vaso de agua es lo último que quiero en este mundo». De inmediato, mi mujer se levantó de un salto y dijo: «Ah, ¿conque no quieres agua? ¡Qué lástima!». Rápidamente aban¬donó el dormitorio y me trajo un vaso lleno. Traté de comentar el incidente con Freud en el picnic anual de analistas en Berlín, pero él y Jung formaban equipo en la carrera de sacos y estaba demasiado absorto por las festividades para poder escucharme.
»Pocos años más tarde, encontré la manera de utilizar este principio en el tratamiento de la depresión y pude curar al gran cantante de ópera J. de su morboso terror a terminar sus días metido en una cesta.
18 de abril: llegué y encontré a Helmholtz podando unos arbustos. Habló mucho de la belleza de las flores, a las que ama porque «no se pasan la vida pidiendo dinero prestado».
Hablamos sobre el psicoanálisis contemporáneo, al que Helmholtz considera un mito mantenido con vida por la industria del sofá.
—¡Estos analistas modernos! ¡Cobran fortunas! En mis tiempos, por cinco marcos, el mismo Freud te trataba. Por diez marcos, te trataba y te planchaba incluso los pantalones. Por quince marcos, Freud permitía que tú lo trataras a él y eso incluía una invitación a comer. ¡Treinta dólares la hora! ¡Cincuenta dólares la hora! ¡El Kaiser no ganaba más que doce veinticinco, y porque era el Kaiser! ¡Y tenía que ir a trabajar a pie! ¡Y con lo que dura un tratamiento! ¡Dos años! ¡Cinco años! Si uno de nosotros no podía curar a un paciente en seis meses, le devolvíamos el dinero, lo llevábamos a ver una revista musical y le regalábamos un plato de caoba para frutas o un juego de cuchillos de acero inoxidable. Recuerdo que siempre se podía saber con qué pacientes había fracasado Jung porque les regalaba grandes osos de peluche.
Caminamos por el sendero del jardín, y Helmholtz se puso a hablar sobre otros temas de interés. Era un verdadero torrente de visiones y me las arreglé para anotar algunas.
Sobre la condición humana: «Si el hombre fuera inmortal, ¿te das cuenta lo que sería su cuenta en la carnicería?».
Sobre la religión: «No creo en la vida ultraterrena, aunque por las dudas me llevaré una muda de ropa interior».
Sobre la literatura: «Toda la literatura es una nota a pie de página del Fausto. No tengo ni idea de lo que quiero decir con esto».
Estoy convencido de que Helmholtz es un gran hombre.
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