Con la bici a toda velocidad, esquivando pozos, peatones. Intentando que los autos la esquivaran a ella, tomó Salta hasta Oroño y de allí derecho hasta chocar con el gigante marrón: el Paraná. Unas cuadras antes ya podía olerlo. Escuchaba coldplay y la ciudad se le antojaba como un contínuo videoclip con escenas al compás de lo que oía.
Frenó detrás de un corredor y le prestó atención. Músculos de gimnasio, remera en mano, un aparatito controlando los pulsos y un ritmo perfecto.
Prestó atención a los demás. La mayoría poseía esos cuerpos marmóreos, dignos descendientes de dioses y diosas griegos... Hasta transpirados eran perfectos.
Ella pedaleaba y hacía que no los veía (pero sí).
Por más lejos que fuera, por más duro que entrenara, la vida a ella no le había repartido ese tipo de cuerpo.
Semáforo en rojo. Se detuvo.
Con la mano se secó la transpiración de la frente. La humedad del ambiente no colaboraba...
Maldecía por dentro su suerte y hacía que no los veía (pero sí)
Los musculosos y las aspirantes a modelos (deberían serlo) trotaban en su lugar esperando el cambio de la luz del semáforo.
Ella levantó el pedal y se preparó para salir de la paradoja, alejarse de la perfección, para correr detrás de ella, a sabiendas que nunca la alcanzaría.
Fue cuando cruzó una camioneta. El que manejaba la miró fijo en unos segundos que sucedieron en cámara lenta y con la mano, le sopló un beso.
El semáforo cambió. Ella sonrió.
Dejó atrás a los musculosos y modelitos.
Y comenzó a pedalear a su propio ritmo, que es la mejor forma de andar.