Ayer, llegué a mi casa cerca de las dos de la mañana, horario razonable para un noctámbulo como yo. Para mi desdicha, el portero que atiende mi cochera todas las noches, y que se encarga fatigosamente de abrirme y cerrarme el portón _siempre prolijamente cerrado_ no se encontraba, y en su reemplazo, había una persona a quien yo, sin demasiados atributos, lo di en llamar “el dormilón”. Luego de algunas palmas moderadas, intentando no despertar a todo el vecindario, y tras quince minutos de espera, apareció la figura chinesca de este personaje, desperezándose, tal y cual yo tuviera todo el día para esperarlo, y entre una suerte de gemidos y bostezos, profirió un chiste que hubiera querido no escuchar, me dijo –estas son horas de llegar…??
Hice caso omiso al comentario, guardé mi coche y cuando salí, aún con ganas de amargarme la noche, me dijo –que descanse!!, a lo que contesté –no creo que ni a propósito, logre conciliar el profundo sueño que este establecimiento provoca en sus empleados (creo que no me entendió).
Subí y me dispuse al aseo previo al descanso, aseo que realizo más por tozudez que por hábito, de buena gana me tiraría a dormir con todo lo que llevo puesto.
En el baño, al lado de la jabonera que lo único que conservaba del producto para el que esta fabricada, eran unos deshilachados pedazos que pendían de sus bordes, estaba la pasta dental, o mejor dicho, el envase de pasta dental, arrugado, como hacia días, mirándome con esos ojos de reemplazo. A duras penas y algunas dentelladas, logré sacarle casi el alma, compuesta de algún gramo de esa blanca sustancia de la que iba en procura, un poco de plástico de la tapa retorcido por mis molares y algún rasgo de pintura del isotipo de la marca, que había claudicado en esa desigual lucha.
A las dos y algunos minutos, caí maltrecho en mis aposentos, y a las tres en punto, me levante pensando en el motivo de esa perturbación que no me dejaba conciliar el sueño. Lo hallé rápidamente, tenía hambre. Sin más trámite, me dirigí a la cocina, abrí la alacena y sin mediar demasiado estudio, tomé la decisión. Como dice mi madre, un colchón de “alberjas” es rápido de suculento.
Encendí un cigarro para que me acompañe en la cocción, saqué hacendosamente la lata de arvejas, otra de atún en aceite, para darle un corte mediterráneo, o para comer algo más de otra cosa, como prefiera el lector. Me procure el sartén que puse a fuego moderado y el aceite que aún en minúscula cantidad, intente que cubriera toda la superficie metálica.
Cuando me dispuse a abrir las latas de conservas (primero arremetí contra la de atún), mi abrelatas se despedazo “mágicamente”. Antes de recurrir al destornillador philip, desvencije un cuchillo tramontina, en una suerte de verificación de utilidades.
Perfore la lata con el destornillador, solo en un lugar, para que llegado el caso pudiera alegar que lo había hecho en “defensa propia”. Un hilo importante de aceite, encontró al instante del estallido metálico, su destino final en mi bóxer. A destajo, fui metiendo un tramontina (otro), de modo de palanquear y abrir de la forma mas estéril posible, lo mas que pudiera del borde de esa jaula circular de peces muertos.
Antes de que le llegara el turno a las arvejas, mi exquisito olfato me alerto de que algo andaba mal, a escasos quince centímetros míos, el sartén, estaba casi en llamas.
Bote la lata dentro de la pileta, y me dedique a ver cual era el modo mas seguro, de retirar ese utensilio de cocción antes de que se derrita sin causa. La limpieza, me demando unos quince minutos, que yo, en mi carácter de autodidacta, los agregue al recetario, debajo de la frase que reza “este es un plato sencillo”, agregando, “sencillo, si ud tiene abrelatas y no olvida nada en el fuego”.
A esta altura, mi cigarro ya había dejado su impronta sobre la mesa, inquieto de permanecer en sus cauces, sobre el cenicero en que le había dejado.
Antes de volver a poner el sartén en el fuego, me procuré tener la segunda pieza de resistencia completamente abierta, recién ahí, volví cuidadosamente a impregnar de una suave capa de aceite y poner nuevamente a fuego lento.
Saqué de la heladera, una caja de cartón, que antes de abrir supuse que contenía huevos de gallinas, pero que a la vista, era impensado que una gallina pudiera poner huevos tan pequeños. Busqué, con la meticulosidad propia de un agente secreto, la palabra codorniz en el envase, pero finalmente, debí aceptar, que el chino titular del almacén de mi barrio, no tiene por que conocer las generosidades de nuestros productos avícolas.
Vertí el contenido de arvejas en el sartén, separé tres productos para cascarlos dentro, y fui haciendo la operación con cuidado de que nada volviera nuevamente a privarme de mi cometido. El tercer huevo, estaba podrido.
Junté fuerzas de flaquezas, y recomencé toda la operación de nuevo, al fin y al cabo, el atún aún estaba intacto.
Mientras ardían, ahora si, huevos y arvejas, destiné unos segundos en agregar al libro de cocina, detrás de mi ultima acotación “….y si ningún huevo está podrido”.
Por fin, el plato lucía verdaderamente como un manjar, crocante y vistoso, hasta que eché la lata de atún, última operación gastronómica que quedaba por hacer, omitiendo quitarle el aceite, tarea que me había quedado relegada después de los casi infartantes sucesos que he relatado.
Finalmente, aunque aceitoso, devoré el plato harto placenteramente, a eso de las cuatro y cuarenta de la madrugada y con un sopor, que me desvanecía.
Antes de llegar a mi habitación, volví al baño, encendí la luz, miré el mutilado envase dentífrico, apague la luz, me acosté sin cepillarme la dentadura y concilie rápidamente el sueño.
by Troyano