INFORTUNIOS DE UN FESTEJO  

1/06/2009

Medito acerca de aquel día, e irremediablemente lo primero que llega a mi memoria son los datos climáticos de la jornada. Hacia calor. Mucho. Recuerdo que un grupo de amigos de la sala de chat estábamos invitados a la fiesta de cumpleaños de una de nuestras amigas, que había optado por un nick complejo pero a la vez descuartizable, Ellabruja68cerointeres, Ellabruja o simplemente Ella. Recuerdo que desperté de una rápida siesta que había decidido tomar para conciliar mi cansancio con mi propósito, y aun bajo los efectos somníferos de aquel mal sueño, me sumergí en el lavabo para mis tareas de aseo y prolijidad. Aun hoy recuerdo estar más mojado cuando terminé de secarme que cuando estaba bajo el efecto consolador de la regadera. La temperatura a esas horas de la tarde, las cuatro, era poco menos que insoportable. De buen tino hubiera empezado los preámbulos más tarde, pero el viaje hasta el lugar de encuentro, se me hacía largo y tortuoso, y nunca hubiera llegado a tiempo de no ser por la temprana decisión de prepararme.
Ajusté el nudo de mi corbata y el último de los botones insurgentes de mi pantalón a rayas, a cuarenta y dos grados y medio de temperatura. Tenía una larga travesía por recorrer, y mi instinto de navegador urbano me decía que no me iba a resultar sencillo hacerme del objetivo geográfico de la cita. Salí bajo el sol abrasador de enero a reconciliarme con el maltratado servicio público de transporte, que primero debía dejarme en la estación central y luego, tras caminar unas catorce cuadras, otro colectivo se suponía que me haría la gentileza de aproximarme a otras dieciocho cuadras de donde salen los vulgarmente llamados “media distancia”, que serian los encargados de llevarme por fin, a mi propósito final.
No se de que manera logré colgarme del pasamanos de la puerta del primer colectivo, pero así fue como viajé los cuarenta minutos hasta mi primer destino, flameando como una bandera de guerra en medio de un conflicto y no sabiendo a ciencia cierta si era mejor agarrarme para conservar la vida o la vestimenta de recién graduado. Lo único bueno que tuvo el viaje, fue que no pagué el boleto, aunque hubiera iniciado un juicio si en algún momento me lo hubieran demandado. Cuando llegué a la segunda parada, ya estaba irremediablemente ensopado adentro del lino y agotado más de la cuenta para ser el primer tramo de mi odisea.
El segundo viaje no me trato tan mal, pero desde que subí tuve que empezar a empujar hacia el fondo como si fuera un segunda línea de un equipo internacional de rugby, y de no haber sido por el enorme empeño que puse, no me hubiera bajado ocho cuadras después de donde debía hacerlo, sino muchas otras más. Caminé a desgano las ahora veintiséis que me separaban de la estación de media distancia, y cuando llegué, tuve que enfrentarme a la pregunta que me interrumpía a cada instante como un demonio en el oído: _sigo o me vuelvo?
Junte mis restos, pensando en que los colectivos con destino fuera de la ciudad eran mucho más confortables y saqué mi boleto para el próximo que partiera, sin darme cuenta que debía esperar unos cincuenta minutos, si no se registraba ningún atraso, bajo las inclemencias de un tinglado a prueba de nada, porque por supuesto, el último terminaba de partir hacía apenas algunos segundos. No solo me equivoqué en la suposición del talante del nuevo monstruo de hierro, destrozado hasta el alma por las inclemencias de los baches interurbanos y sin aire acondicionado, sino que también lo hice al revisar su número de línea, y lo dejé ir frente a mis narices como su fuera un bólido al infierno que nunca tomaría a mi edad. Remedié el error de la única manera en que lo podía hacer, frente a la ventanilla de lata de la empresa y frente a la impertinencia demoledora de la mujer que extendía los tickets: _Usted no debía haberse ido en el que se fue recién? 
Ya en viaje, no tan conforme pero si más cómodo por haber conseguido uno de los últimos asientos, me adormecí aun bajo el sonar incesante del motor diesel, que me tronaba en las sienes con un galope de rinoceronte, mientras un mar de sudores se movía sin rumbo por debajo de mi traje. Me dormí. Cuando el chofer le sonrió a mi pregunta, sabía sin que me dijera nada, que me había pasado de largo y nada poco. Creo que tuvo la caridad de decirme en kilómetros lo que tenía que retroceder a pie, para no exaltarme con el número, de haberlo dicho en cuadras ciudadanas. Caminé sin consuelo, por el borde de una ruta asfaltada a medias y cada vehículo que pasaba dejaba una estela de muerte, infame y maloliente, que se iba a morir de a poco a mis prendas de vestir.  
Por fin llegué al predio del barrio cerrado, circunscrito por unos álamos jóvenes, y con un promontorio de artillería al frente, donde una guardia celosa esperaba al acecho la llegada de las visitas ilustres. Ya era muy pasada la hora oficial de ingreso y los agentes de vigilancia me detuvieron en seco en el portal y me solicitaron los datos personales. Azorado, no atiné a decir otra cosa más que Troyano, mi nick, pero ese acto repentino de poca lucidez, me condenó a un prejuicio de los guardias, que nunca me encontraron en la lista con ese nombre, ni nunca escucharon mi nombre real, ni mis súplicas, porque nunca entendieron que había mencionado mi nick por una debilidad chatera y no porque tuviera una coartada para ingresar sin estar invitado. Pero ya era demasiado tarde y al único cartucho que tenía para ingresar, se le mojó la pólvora con el ruido del cerrojo que los guardias pusieron del otro lado de la verja.
Guiado por el olfato juvenil que todavía preservo y que siempre me ayudó a saltar ventanas sin errar de pieza, avancé en una búsqueda frenética que me hiciera posible encontrar algún flanco débil del alambrado olímpico que separaba el barrio privado, de lo que políticamente siempre se entendió como público, pero que nunca lo fue. El esfuerzo de la trepada y las púas del metal, habían logrado reducir mi semblante y mi ropa a un puñado de harapos. Cuando puse mi primer pié en tierra firme, dos bull dog con tamaños de terneros, se me presentaron a mis espaldas con sus hálitos sofocantes y sus caras de poca gentileza. Corrí desmesuradamente hasta un nogal de brazos abiertos y aún hoy no logro darme cuenta de que manera pude hacer la trepada atlética hasta la primera rama, separada del piso más de tres metros. Por fortuna, un mozo extraviado de la fiesta pasaba por ahí, y le pedí que me hiciera la amabilidad de traerme algo de comer, mientras vigilaba el predio, aduciendo ser de la empresa de vigilancia y explicándole como pude la rareza de mi puesto de observación. Muy diligente, me trajo unos lomos humeantes, y entonces, cuando vi el festejo de los perros a su alrededor, alcance a comprender que mi plan iba a ser poco menos que perfecto. Cuando el mozo se fue, arrojé la comida lejos del árbol que me había dado un abrigo de vida y bajé mientras las bestias se entretenían encarnizadamente con lo que bien podría haber sido un pedazo mío. Cuando asomé en el esquinero del jardín, la vi a mi amiga Galea, tiesa y coloquial, encaramada en una hamaca americana y abrazada al busto de un prócer ignoto que había logrado arrebatarle a un pedestal de las proximidades, con una botella de un espantoso líquido verde en la mano, cantando We Are The Champions, de Queen.
Sin poder salir del asombro, me salió al cruce el negroatorrante, calzado en unas polainas de ballet robadas del vestidor y ensayando unos pasos febriles de pericón, llevando a su lado el responsable del catering que se movía al garete intentando pretensiosamente convertirse en su compañerita de baile, mientras le arrojaba al aire unos frenéticos besos de enamorada.  
En el intento por quitarme de encima las imágenes desoladoras, comencé a buscar a la cumpleañera para que le diera un minuto de sosiego al vértigo de mis ojos, cuando la vislumbré a través de una de las tantas ventanas del caserón, alegre y voraz, subida a una silla donde había atado desnudo de manos y pies al saxofonista y bailándole un merengue de romance con la piel de un cocodrilo muerto al cuello, como un estandarte de felicidad eterna.
Aturdido, solo atiné buscar a Patri, para encontrar el páramo de tranquilidad que no tuve desde el momento en que me hice el nudo de la corbata, hacia ya más de nueve horas atrás. Pero finalmente ni ella pudo salvar mi noche. La encontré sumergida a medio cuerpo en la fuente principal, con un bonete de plumas y la cara encorsetada por el fantasma del alcohol, tirándole espuma loca a un monje de mármol que echaba un chorro indigno de agua por la boca. Saqué fuerzas de flaquezas para reponerme de los estragos, pero sucumbí al intento cuando la madre de Ella me confundió con un bailarín mulato de salsa, que esperan desde hacía rato, e intentó llevarme a fuerza de cotillón al medio de la pista para que diera muestras de mi instinto caribe. Volví como pude sobre mis pasos, sin omitir arrancarle a la mesa servida algo que llevar para la nueva coartada canina. Pero un dramático error de cálculo me salió al paso cuando tuve que volver a enfrentar a los mastines del infierno. Los sándwichs que había logrado arrebatar para mi propósito, eran simples de lechuga, así que solo dispuse de algunos segundos que eran los segundos del pánico, en que demorarían olfatear el maltrecho anzuelo, antes de empezar la nueva cacería. 

Llegué a mi casa cerca de las siete de la mañana, con un sol inclemente y un estado nauseabundo como nunca tuve en mis históricas borracheras. Al otro fin de semana, me volvieron a invitar a una fiesta de cumpleaños, pero directamente pedí mis disculpas por anticipado, no tenía ganas de ir...

by Troyano

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